El gran historiador de las revoluciones del siglo XIX Eric
Hobsbawm escribió hace varias décadas que cada uno de esos grandes
acontecimientos implicaba “una dramática danza dialéctica” entre giros a la
izquierda y resistencias de los más moderados, pasajes de los moderados a la
más pura reacción, y derrotas parciales y nuevos avances de las alas más
radicales. El bicentenario que celebramos hoy es precisamente el de uno de esos
giros a la izquierda, que se produjo en nuestra Revolución de Mayo cuando empezó,
en Buenos Aires, la breve y contradictoria vida de la Asamblea General
Constituyente. La Asamblea del Año XIII.
Con la hegemonía de la secreta Logia Lautaro, que en secreto
orientaba el coronel José de San Martín, la Asamblea derrumbó a golpes de hacha
numerosos baluartes del Antiguo Régimen. Abolió los títulos de nobleza, puso
fin a la Inquisición, prohibió la tortura e hizo quemar sus instrumentos en la
plaza pública, suprimió el servicio personal de los indígenas, dio libertad a
los hijos de esclavas nacidos en las Provincias Unidas. Y contribuyó con el
himno y el escudo al que, a lo largo del siglo, se constituiría como el
conjunto de símbolos de una nueva nación.
Sin embargo, el predominio de los sectores más
revolucionarios no duró mucho. La declinación en Europa de la suerte de
Napoleón Bonaparte, con el consiguiente pronóstico del regreso de la monarquía
absoluta, las derrotas militares en el Alto Perú, las demandas de las masas del
litoral, que provocaban el miedo de la élite porteña, aceleraron la danza
dialéctica a la que se refería Hobsbawm. Los sectores más ricos y conservadores
del Río de la Plata, los que preferían pactar con el antiguo amo antes que
jugarse a todo o nada por una Revolución que había movilizado a las masas
populares, y por lo tanto ya no garantizaba sus intereses, se fueron haciendo
entonces del control de la Asamblea.
Duró poco, pero fue uno de los momentos más brillantes de la
década de la emancipación, y merece que lo recordemos con entusiasmo. Y que
aprendamos de él. Que aprendamos que la movilización de las clases populares es
imprescindible para vencer la resistencia de las minorías, que un contexto
internacional adverso es motivo para abroquelarse y resistir, que no para
rendirse, que las revoluciones se hacen para ir hasta el fondo, no para
quedarse a mitad de camino. Pero también que los avances, aunque incompletos,
son columnas sobre las que se edifica el futuro.
Hoy, doscientos años después, tenemos que entender con
claridad que un proyecto nacional, popular y democrático como el que se está
llevando a cabo en la Argentina no es una revolución pero es un enorme paso
adelante, que es un pedazo de futuro que no hay que dejar caer, que buena parte
de América del Sur, como entonces, está en el mismo camino, y que hay que
escuchar más a las masas que a las minorías que gritan fuerte. A ellas no las
asiste la razón. A los pueblos, sí.
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