Por Ricardo Forster Durante los años ‘90, de hegemonía neoliberal, un único relato parecía ocupar la totalidad de la escena. Época caracterizada por el afán incansable de los sepultureros: había muerto, en primer lugar, el socialismo junto con el derrumbe del sistema soviético; morían, por inanición y decrepitud, las ideologías igualitaristas que fenecían mientras avanzaba global y dominante la democracia liberal; se desvanecían los movimientos tercermundistas mientras sus antiguas y utópicas visiones eran tragadas por el fango de violencias y decadencias que concluyeron, en muchos casos, en barbarie y genocidio; se declaraba, desde el centro del poder imperial, que vivíamos los días del fin de la historia y la entrada al reino del mercado universal en el que circularían libres y sin ataduras las más inverosímiles mercancías despachando al museo de la historia los viejos y decrépitos nacionalismos; se iniciaba el desmontaje del estado de bienestar junto con la entronización de la economía de mercado; muerte también, aunque previamente anunciada por los grandes debates de la filosofía francesa de los ‘60, del sujeto con sus inevitables correlatos: el pueblo, la clase obrera, las masas… todos antiguos y fenecidos mitos de una modernidad que había entrado en su etapa posmoderna.
Algunos, más aventurados, anunciaron la era del fin del trabajo, el tiempo de las nuevas tecnologías desplazando a los seres humanos y habilitando la entrada definitiva a la sociedad del hedonismo y el consumo. Como gigantescos museos visitados por contingentes de turistas, la historia y sus conflictos servirían como mercancía cultural para el divertimento de individuos aburridos y de multitudes apáticas.
Como una extraña venganza de la historia, el 11 de septiembre de 2001 todas esas muertes que anunciaban la llegada definitiva del tiempo del mercado y de la democracia liberal desplegando sus virtudes por las más variadas geografías, se sacudieron mientras dos aviones, guiados por inauditos terroristas provenientes de un pasado inverosímil, destruían el símbolo mayúsculo del poder del dinero y del capitalismo estadounidense.
El derrumbe pavoroso de las Torres Gemelas, si bien no supuso la caída del Imperio, cuya época todavía no ha concluido aunque las señales de su decadencia sean más que evidentes, sídesmoronó las fantasías de una época que creía haber alcanzado la eternidad al mismo tiempo que había acallado, para siempre, los estruendos del conflicto en el interior de un mundo definitivamente conquistado por la supremacía del liberal-capitalismo.
Para los estadounidenses el 11/9 fue un día de espanto y perplejidad, lo imposible había acontecido, la inexpugnable fortaleza había sido herida en su centro simbólico generando, en esos primeros días, un extraordinario pánico. Para el resto del mundo parecía evidente que una época, algo efímera pero que se había ofrecido como sepulturera de todas las anteriores épocas y como la clausura final de la historia, también ofrecía su rostro demudado y las señales claras de su obsolescencia.
Entre nosotros, habitantes del sur del mundo, el 2001 no concluyó con el derrumbe de las torres sino que se manifestó, bajo características absolutamente propias, en los días calientes de diciembre cuando la ilusión primermundista y la fantasía del uno a uno estallaron en mil pedazos dejando al descubierto una sociedad desvastada, un Estado desguazado y un país en situación de catástrofe. La ficción desplegada por la convertibilidad menemista y continuada por la Alianza, que fue la forma que adquirió en estas latitudes el neoliberalismo, concluyó “con éxito” lo diseñado por Martínez de Hoz haciendo añicos los últimos restos del estado de bienestar que todavía sobrevivían más allá de los avatares posteriores al ‘55, aniquilando gran parte del aparato productivo y afianzando un nuevo patrón acumulativo del capitalismo que, desde el ‘76 en adelante, estaría signado por la especulación financiera y el brutal endeudamiento. Nuestro 2001 acabó de evidenciar la tragedia social generada por décadas de sistemática destrucción del trabajo y de los derechos sociales.
Mientras que los países centrales siguieron apostando a las políticas neoliberales, políticas que los llevarían a la fenomenal crisis del 2008 que todavía sigue acechando a sus economías, en la Argentina, y a partir del gobierno de Néstor Kirchner, se inició un proceso que buscó invertir el núcleo del modelo que nos había conducido al desastre. Lo que al inicio fue una denodada batalla por salir del “infierno” luego, y cuando le tocó el turno a Cristina Fernández, se convirtió en una franca decisión por redefinir la matriz de la distribución de la renta en un país que había visto de qué modo, y a lo largo de varias décadas, esa matriz llevó el sello de la creciente desigualdad.
El conflicto por la renta agraria fue el punto de partida de lo que hoy se vuelve a disputar, conflicto al que le siguieron otros no menores que involucra en primer lugar a la corporación mediática pero que también atraviesa los otros núcleos concentrados de la economía.
En la Argentina, a diferencia de lo que ocurre en Estados Unidos y en Europa, donde los respectivos Estados nacionales salieron a rescatar a los grandes bancos causantes de la crisis para luego responsabilizar, en un ejercicio de cinismo único, al “excesivo gasto social” como el causante de los desequilibrios fiscales, la respuesta fue proteger el salario, afianzar el mercado interno y recuperar el fondo de las pensiones que había sido enajenado a la especulación financiera. Los resultados están a la vista. Lejos de quedar atrapados en la crisis, como sí ocurrió en otras ocasiones no tan lejanas, se pudo sortear con éxito el momento más difícil para llegar, en esta segunda parte del 2010, a tasas de crecimiento que no dejan de sorprender.
El espejo del 2001 sirve para reconocer nuestro presente, nos permite diferenciar la actualidad, la que nos ofrece la forma de cierta reparación a través, por ejemplo, de la asignación universal, de esa otra época signada por las políticas neoliberales que nos condujeron hacia el abismo.
Por eso resulta imperioso no perder de vista quiénes y por qué desplegaron entre nosotros aquellas políticas que se nutrieron ideológicamente del consenso de Washington pero que heredaron los objetivos trazados en la noche de la dictadura por Martínez de Hoz y sus socios.
Saber reconocer las genealogías, es decir, poder evidenciar de qué modo las corporaciones y sus operadores políticos (el famoso “grupo A” de la oposición en el Congreso) siguen actuando de acuerdo con ese modelo que llevó a la Argentina hacia el páramo de la desigualdad, la injusticia y la pobreza, constituye una tarea fundamental si es que no queremos que la derecha liberal-conservadora vuelva a determinar un destino desgraciado para las mayorías populares.
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