Durante el conflicto desatado por la corporación agromediática volvimos a encontrarnos con viejos resabios de una Argentina que, cada tanto, regresa a escena. Durante los meses calientes de 2008, que dejaron sus marcas en el cuerpo social y político, descubrimos, no sin cierta sorpresa, que “el campo” era la reserva moral de la patria, que en los pabellones de la Sociedad Rural se guardaba la memoria de nuestras virtudes y de nuestra esencia como nación, esa que nos acompaña desde antes, incluso, de que nos independizáramos de España.
“El campo”, así, indiferenciado, unísono, fue presentado por los grandes medios de comunicación y por los periodistas “independientes” como la quintaesencia de la patria, como el generador de nuestras riquezas y como el garante de la concordia frente a la “crispación” y a la violencia desatada desde las filas del oficialismo.
El relato conservador agropastoral que permanecía algo apolillado, como sabiéndose deudor más del museo que de la actualidad, fue desempolvado recordándonos que, aunque lo olvidemos, los “forjadores de la argentinidad”, aquellos exponentes de nuestros orígenes campestres, seguían siendo la reserva moral de un país inclinado malamente hacia las formas espurias del populismo.
Amplios sectores de las clases medias, curados de ciertos fervores progresistas y plebeyos, esos que por un instante alucinado de nuestra extraña historia nos ofrecieron el extravagante espectáculo de los piquetes y las cacerolas encontrándose en la misma trinchera, se sintieron interpelados por la rebelión gauchócrata, sintieron que su lugar en el mundo asumía las características anheladas de una estancia o los de elegantes señores y señoras vestidos con aquellas prendas tan emblemáticas diseñadas por Cardán.
Entre mates de plata, camperas de cuero de oveja o de gamuza, botas altas y pañuelos de raigambre pampeana, todos se sintieron parte de la verdadera patria, esa que supuestamente querían tomar por asalto las fuerzas kirchneristas, nuevo nombre para el antiguo rostro del demonio. Una derecha antigua se entrelazó con una nueva derecha que sabía reconocer las demandas de una época atravesada por los lenguajes de la comunicación, que supo, con astucia, darle forma a una arremetida cultural-simbólica que, en un determinado momento, se apropió, incluso, de tradiciones populares para ponerlas al servicio de los intereses de la corporación agromediática.
Fueron los tiempos de un gobierno cercado por la monotonía de discursos propagados desde la prácticamente totalidad de los medios de comunicación. Allí, en esa coyuntura, se desplegó con fuerza la matriz de esas derechas que buscaban recuperar el terreno perdido, que estaban dispuestas, junto con importantes referentes de la oposición, a desgastar al gobierno de Cristina Fernández hasta llevarlo a su extenuación. Lo destituyente tenía que ver con esa lógica emanada del establishment que había decidido avanzar sobre todas las decisiones del Poder Ejecutivo.
La nueva derecha puede tanto retomar tradiciones conservadoras, de esas que se guardaban en las alforjas de una oligarquía en retirada, munirse de las argumentaciones ideológicas del neoliberalismo o apropiarse, sin rubor, de perspectivas y reclamos progresistas siempre que le sean funcionales a sus intereses. En la actual coyuntura no encuentran ningún inconveniente para acompañar la acción ultramontana y reaccionaria de la jerarquía católica encabezada por el cardenal Bergoglio en su cruzada neoinquisitorial contra el matrimonio civil igualitario, al mismo tiempo que declaman la necesidad impostergable de implementar el 82% móvil para los jubilados.
Por un lado se asocian con el gesto reaccionario e inquisitorial de la Iglesia y, por el otro, buscan correr por izquierda a un gobierno que ha buscado recuperar un sistema jubilatorio destruido por aquellos mismos que hoy se definen por una medida progresiva que desconocieron absolutamente cuando fueron gobierno.
La corporación mediática, con el grupo monopólico Clarín a la cabeza y la siempre apoyatura de sus colegas de La Nación , ha enfocado sus cañones, una vez más, contra cualquier decisión tomada por el gobierno y, en este caso, lo hace afirmando la situación de extrema conflictividad “desatada” por el intento “oficialista” de llevar adelante la aprobación de esta legislación que, en su origen, proviene no del kirchnerismo, que en todo caso la hizo suya, sino de la bancada del socialismo y de una iniciativa de Vilma Ibarra. Pero para la corporación mediática todo es brutalmente reducible a “oficialismo” o a “ley K”, como en su momento lo hiciera con la ley de servicios audiovisuales.
Detrás de las operaciones mediáticas se ha encolumnado, como no podía ser de otra manera, gran parte del Grupo A, esa suerte de tienda de los milagros de la oposición que no tiene ningún prurito en unificar posiciones aunque en algunos casos contradiga la trayectoria ideológica de sus respectivos partidos.
La extrema belicosidad de la Iglesia se corresponde con su condición ultramontana y con los aires conservadores que la recorren desde hace mucho tiempo y que en nuestro país se expresaron en sus relaciones siempre activas con los pasados dictatoriales. Bergoglio ha leído que puede avanzar en su afán de frenar una legislación progresista e igualitarista aprovechando que tanto la corporación mediática como la oposición política están dispuestos a acompañar toda iniciativa que busque horadar al kirchnerismo. No hay, en este sentido, ningún límite ideológico.
De lo que se trata es de infringirle una derrota, en cualquier campo, a quien se erige en fuerza gubernamental. Una derecha ecléctica, que toma de acá y de allá, que ora se puede apropiar de algún símbolo popular ora se deja conducir por el reaccionarismo eclesiástico; una derecha que busca proyectar la “crispación” y la violencia sobre el gobierno y que silencia la verborragia brutal de una parte importante de los obispos que, con su cardenal a la cabeza, han salido a hablar de “guerra de Dios”. Claro, en esas declaraciones sólo hay buenas intenciones y la búsqueda de consenso, de ese consenso que intenta desplegarse desde la Cámara de Senadores en nombre de una supuesta ley engendro de unión civil, que postergue indefinidamente la que tiene media aprobación de la Cámara de Diputados.
Una vez más, la lógica del conflicto vuelve a ocupar la escena política mostrando que estamos atravesando por un momento caracterizado por una clara confrontación entre proyectos muy distintos de país. Mientras que la propuesta de ley de matrimonio civil igualitario se inscribe en la misma estela de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisuales, de la reestatización del sistema jubilatorio, de la política de derechos humanos, de la asignación universal, etcétera, la propuesta inversa, la que es motorizada por lo más recalcitrante del catolicismo argentino, viene a expresar la ideología profunda de la derecha y el modo como se corresponde con gran parte de la oposición, incluso aquella como el radicalismo que, de la mano de Alfonsín hijo, dice pertenecer a una tradición progresista pero que acaba, como en los últimos años, por confluir en las cuestiones decisivas con la derecha lisa y llana, esa que se corresponde con los intereses de la Mesa de Enlace, de los grupos mediáticos monopólicos, de la Iglesia Católica y del establishment económico.
¿No será hora, acaso, de que aquellos que se reclaman como progresistas sepan elegir de qué lado ponerse? ¿Será Bergoglio el adalid de las causas justas?
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