El sur argentino, una región donde la ostentación y la pobreza conviven cara a cara
Foto: Telám
Foto: Telám
Por Roberto Aguirre | Desde Neuquén, Argentina
09|07|2010
De pronto algún inglés –porque no el célebre Bruce Chatwin, tan enamorado de estas latitudes-, se encuentra en Bariloche, tomando una cerveza artesanal en un bar de la calle Mitre tras una intensa tarde de esquí en el cerro Catedral. Y a esa misma hora, en “El Alto”, Diego Bonefoi, de 15 años, muere de un disparo en la cabeza. La bala parte del arma reglamentaria de un policía, a pocas cuadras del prolijo centro de la ciudad, detrás de las montañas, donde los pobres pasan sus días lejos de los perros San Bernado, el chocolate en tasa y los teleféricos.
Lo que sigue es el caos, o mejor dicho el orden, la evidente síntesis de una situación estructural que estalla como un magma y lo impregna todo. Los pobres se pelean en una batalla campal con la Policía. Balas contra piedras. Dos personas más mueren por heridas de arma de fuego. Los pobres “bajan”, dejan sus aposentos y se largan a la ciudad, tan ajena y a la vez tan propia. Prenden fuego la municipalidad, asustan a los turistas. Un grupo de vándalos aprovecha para romper vidrieras y robar joyas, ropa y lo que sea que esté a la mano. Los efectivos no dan abasto. Llegan refuerzos. Hay gases lacrimógenos, palos, y corridas. La “Suiza argentina” deviene en una trinchera abierta entre las montañas de la cordillera argentina. Gana la policía. Los manifestantes acéfalos se retiran. Quedan los vecinos indignados, que salen a la calle con carteles que piden seguridad, que claman “policía sí, ladrones no”. Envueltos en camperas de esquí de 300 dólares, piden más efectivos, piden más comisarías. Dicen de Diego Bonefoi, ya convertido en un cuerpo pálido e inexpresivo, que “algo habrá hecho”, que “no tenía nada que hacer en la calle a las 4 de la mañana”. Bonefoi ya no dice ni dirá nunca más nada.
Bien podría ser este un relato de alguna novela futurista de Cormac McCarthy. Pero no. Ocurrió así, palabras más palabras menos, los pasados 17 y 18 de junio. Se trata de un capítulo que los folletos turísticos olvidaron. Se trata de una escena que es tan patagónica como la ballena franca y los relatos de William Hudson.
La página que falta en los folletos debería contar que en esta región conviven la riqueza ostentosa con la pobreza más extrema, agravada por la hostilidad climática. La industria petrolera y turística, sumada a algunos enclaves productivos como la producción de fruta en el Alto Valle de Río Negro y Neuquén, la pesca en las ciudad costeras o la producción bovina en las planicies del centro son sus principales recursos. A esto se le suma la más importante industria en cuanto a generación de puestos de trabajo: el Estado. Se calcula que la mitad de los habitantes patagónicos en actividad se desempeñan en alguna dependencia gubernamental.
Si bien los índices de pobreza e indigencia se redujeron drásticamente desde la recuperación económica, y más ahora con la Asignación Universal por Hijo impulsada por el gobierno de Cristina Kirchner –un 13 y un 56 por ciento respectivamente según un estudio del Conicet-, existen graves problemas para el acceso a la vivienda y a las condiciones mínimas de higiene.
Las grandes oleadas de migrantes internos y externos que recibió la región, sobre todo en los `90, generó bolsones de pobreza en las periferias de los centros urbanos, como Neuquén, Bariloche, Viedma, Comodoro Rivadavia, Rio Gallegos y Ushuaia, que poco se condicen con los números macro de la región.
En el barrio Nahuel Hue de Bariloche, por ejemplo, viven 3.600 personas. Más del 70 por ciento son ocupantes. El 27,3 por ciento no tiene agua, el 98,7 no tiene cloacas y el 80,8 por ciento no tiene electricidad. Sólo 1 de cada tres de los jefes de hogar tiene estudios primarios completos y sólo un 12 por ciento culminó la secundaria. Estos números los relevó el propio municipio el año pasado.
En Neuquén, el conglomerado urbano más grande de La Patagonia, los asentamientos pobres se ubican en el oeste de la ciudad. Allí, la Red Intersectorial de Apoyo a la Niñez y Adolescencia (Rediana), relevó días atrás más de 500 hogares y concluyó que el 80 por ciento de los jefes de hogar es desempleado. El 40 por ciento vive de trabajos esporádicos o de subsidios estatales. El 75 por ciento se calefacciona con leña, mientras debajo de sus pies descansa una de las reservas de gas más grandes del continente.
Cada año en la Patagonia, decenas de personas mueren de frío o intoxicadas con monóxido de carbono. También mueren carbonizadas, cuando las precarias estufas estallan y la combustión alcanza la madera y el naylon de sus casillas. La pobreza se sufre aún más en temperaturas bajo cero.
Las familias carenciadas son presas además de una doble presión estructural. Por una parte, el sector privado orientado a la producción primaria y el turismo genera grandes ingresos a los estados provinciales vía impuestos y regalías y a un sector de la población vía altos salarios. Esto devino en la existencia de una clase de gran poder adquisitivo y generó una elevación del costo de vida que no se condice con los ingresos promedio.
Los sectores empobrecidos son rehenes además de los círculos viciosos de clientelismo político. Los pobres de la Patagonia dependen en gran medida de la ayuda social, que debe ser correspondida con un voto o el apoyo a alguna agrupación intermedia. Este proceso se ve claramente en la toma de tierras: ya no existen masivos movimientos populares que reclamen vivienda, sino pequeños partidos más o menos ligados al poder gobernante que especulan con las necesidades reales de la población.
En otros casos, como en Bariloche, el Estado sólo está presente en los barrios pobres a través de la Policía. Las consecuencias de esta política están a la vista: sin centros sanitarios, con escuelas en pésimas condiciones, sin instituciones de contención social, la única cara del poder que ven sus habitantes, incluso desde pequeños, es la de los efectivos.
Para seguir con los datos: construir una vivienda en la Patagonia cuesta al menos 30 mil dólares. Un litro de nafta, aquí, donde las distancias son largas, cuesta un dólar. Para no ser indigente una familia tipo debe ganar más de 300 dólares por mes. Para no ser pobre, el doble. Esta última cifra está muy por arriba del salario mínimo vital y móvil que impone la Nación.
El folleto completo de la Patagonía deberá decir que aquí se mantuvo la última resistencia indígena al sangriento avance del estado conservador. Todavía existen comunidades originarias que batallan por sus tierras y cuyas denuncias son avaladas por organismos internacionales cuando muchos gobiernos locales esquivan la mirada.
Deberá decir el folleto que aquí, en la fría y austral Patagonia, nació el movimiento piquetero en su sentido más primigenio: trabajadores desocupados sin fábrica que tomar, lanzados a las rutas para interrumpir el circuito productivo. Esa crónica, la de las montañas, los restos arqueológicos, los glaciares y las playas ricas en frutos de mar, deberá agregar que aquí se fusiló a 1.500 obreros anarquistas que reclamaban por sus derechos; aquí se asesinó a presos políticos que venían a morir de antemano a las gélidas cárceles del sur; aquí, hace más de tres años, la policía mató a sangre fría al docente Carlos Fuentealba, que reclamaba por su salario, en helada pascua patagónica. Aquí, días atrás, murió de un disparo en la cabeza Diego Bonefoi. Su nombre, su rostro ensangrentado, su cráneo agujereado, el dolor de los padres, la furia de un barrio, la represión salvaje no figurarán jamás en los folletos turísticos de esta, la otra, la verdadera Patagonia.
raguirre@prensamercosur.com.ar
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