jueves, julio 29, 2010

ARGENTINA – PUERTO IGUAZU: "La tierra de los condenados" Fuente: APE Por Claudia Rafael ///////////



La muerte suele ser un fantasma que persigue como una sombra inquebrantable a los más frágiles. Difícil huir a su presencia, difícil escapar a sus embates cotidianos. La muerte desnuda la crueldad en que transcurren ciertas vidas. Las expone como a cruentos guernicas ante los ojos de un sistema desigual a perpetuidad. La muerte deja sus huellas y clava puñales sin conmisceración. Ataca a traición y no hay superhéroes capaces de salvar lo insalvable. De qué sirven los mea culpa de las estructuras hechas para bienestares eternos de los que nacieron del lado de los privilegios. De qué sirven los expedientes explicativos cuando ya no hay nada que explicar.

No existen maneras. Aurelino tenía 7 años; Wilde, apenas 5; Rosaura, uno menos; Alejandro tenía tan solo dos y Walter Gustavo había cumplido tres meses. No hubo voces suficientemente elevadas que gritaran al mundo entero que ellos cinco tenían mucho tiempo por delante. Que Walter Gustavo no había hecho a tiempo siquiera a aprender a gatear. Que Rosaura no había logrado dibujar las letras de su nombre y Wilde...Wilde quién sabe. A lo mejor había dejado una casita verde y un cielo amarillo pintados en una pared deglutida por el fuego. Aurelino quizás supiera ya jugar a la pelota con un montón de trapos anudados y andaría diciéndole a Alejandro que él era el hermano mayor y tenía mucho por enseñarle. Porque para eso están los hermanos mayores.

Sus cartas estaban echadas. El sistema es sabio en perversidades. Sabe muy bien dónde están los excedentes. Dónde pegar el mazazo. Y ellos cinco, todos hermanitos misioneros en la zona de pre chacras de Puerto Iguazú, eran la pincelada más perfecta. Dormían todos en la misma camita de esa casilla precaria devorada por las llamas. Los alaridos de sus papás no bastaron. Como tampoco el agua que la mamá a tientas intentaba arrojar para apagar la hoguera inextinguible.

Hay vidas construidas en las fronteras de la inequidad de un país de ríos desiguales por historia y por decisión. Toda una ironía que vivieran en el barrio 1º de Mayo. Homenaje a los trabajadores de la tierra. A los luchadores de todos los tiempos. Una ironía atroz y demasiado triste.

“En treinta segundos estaba todo incendiado”, diría más tarde el abuelo Andrés. Que en apenas medio minuto miró a su alrededor y supo que había perdido a sus cinco nietos. Igual que su hija y su yerno, Gustavo Peralta, habían visto deshacerse a sus cinco hijitos en cenizas. Transformarse en pájaros azules. Volverse diáfanos y etéreos. Para no regresar jamás a la tierra de los condenados.

Quién sabe cuál de los cinco emprendió vuelo primero. Tal vez fue Wilde que nunca alcanzó a saber que alguna vez existió un señor que se llamó como ella y que nació 150 años antes en un país de praderas verdes y dolorosas. Y que ese señor describió el final desde los túneles de los tiempos al relatar cómo la voz del ruiseñor desfalleció, sus breves alas empezaron a batir y una nube se extendió sobre sus ojos.

Las pericias policiales y de bomberos hablan de la explosión de una garrafa de gas. Los expedientes dicen que los investigadores se toparon “con una garrafa industrial de 10 kilos, dos armas de fuego completamente incineradas de fabricación casera, un resorte de colchón de una plaza y una tapa de cocina de cuatro hornallas entre otros elementos objeto de pericias”.

El nuestro es un país que -diría Gelman- vio declinar el coeficiente de ternura. Que olvidó en un cofre gigantesco bajo miles de llaves la receta para hacer felices a los frágiles y a los desposeídos. Que permitió que el desprecio y la indignidad reemplazaran al amor. Que dejó inermes a los cachorros para que los zarpazos de la violencia del estado que no mira ni ve los arrancase a la vida. El nuestro es un país que fue perdiendo poco a poco la sensibilidad para el abrazo. Que hundió en el mundo del no-cuidado a sus retoños. Que los arrinconó en una casilla permeable a los inviernos del alma. Que no les dejó siquiera una tenue ventanuca entreabierta para que pudieran hacerse viento y escapar lejos, más allá de los cielos, a un lugar donde la justicia sea un colibrí.

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